Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

 

Francis Patrick Dooley, Los cristeros, Calles y el catolicismo mexicano,
traducción de María Emilia Martínez Negrete Deffis, México,
Secretaría de Educación Pública, 1976, 216 p.
(Sep Setentas, 307).

Patricia Escandón


Desde la expedición de la Constitución de Querétaro en 1917, el Episcopado mexicano no quedó conforme con los artículos 3º, 5º, 27º y 130º de esta carta magna. Por tal motivo, primero con Carranza y después con Obregón, empezaron a suscitarse conflictos entre las autoridades civiles y el clero. La Iglesia, como tradicional defensora de los bastiones derechistas y como detentadora de privilegios, no estaba dispuesta a permitir que se le ultrajara de esa manera.

La contraofensiva estuvo a cargo de organizaciones protofascistas como la llamada Asociación Católica de la Juventud Mexicana, creación del jesuita francés Bernardo Bergöend. En ella, los jóvenes aprendían el desprecio a la democracia y trabajaban por la restauración del poder temporal de la Iglesia, perdido a manos de protestantes, judíos y masones.

En 1924 Plutarco Elías Calles asume la primera magistratura del país, teniendo ya fama de ser el político más anticlerical de todo México. Calles se propuso cumplir rigurosamente con los artículos constitucionales que afectaban a la Iglesia. Al mismo tiempo decidió afectar a las compañías norteamericanas que invertían en el país al declarar retroactiva la Ley de Nacionalización de Tierras. Su política en los primeros años le empezó a acarrear problemas en dos frentes.

La creación de una Iglesia católica apostólica mexicana y la persecución sistemática del clero provocó hacia 1925 la aparición de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, siempre bajo la dirección del padre Bergöend. Ésta se proponía encabezar una resistencia a las disposiciones de Calles, y fue en esta época cuando se empezaron a registrar actos terroristas que violentaban la situación. Hacia 1926, con la publicación de la Ley Calles (registro de iglesias, suspensión de funciones para los clérigos extranjeros, prohibición al clero de exteriorizar opiniones políticas, etcétera) se avizoraba el estallamiento del conflicto.

Mientras tanto, el Episcopado mexicano no acababa de definir una postura uniforme. Por una parte estaban los prelados partidarios de la moderación, con el arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores, y el obispo de Tabasco Pascual Díaz como dirigentes. Por la otra, el grupo de obispos radicales, con el arzobispo de Guadalajara Francisco Orozco y Jiménez, el obispo de Huejutla José de Jesús Manríquez y Zárate y el arzobispo de Durango José María González y Valencia. El Vaticano asumió en un principio la postura de los radicales, pensando que una intervención de los Estados Unidos a favor de la Iglesia facilitaría la solución del conflicto .

En febrero de 1926 Calles ordenó la clausura de algunos templos y la expulsión de los religiosos extranjeros, medidas que ocasionaron mítines populares. En vista de la situación, el Episcopado mexicano anunció oficialmente la suspensión de cultos en julio de 1926.

La liga y la Asociación Católica de la Juventud Mexicana deciden tomar las armas, mientras que la Unión Popular -organización nacida del seno de la propia asociación- se resiste a secundarlos. Aun así, comienzan los enfrentamientos entre tropas federales y fuerzas cristeras. La revolución cristera estalla.

Calles y la liga no quieren ningún arreglo. Ambos pretenden un aniquilamiento total del adversario. Con tal motivo, el presidente expulsa a los obispos moderados y la liga auspicia un atentado contra Obregón dado que éste pretendía conciliar la situación con miras a reelegirse para otro periodo. El conflicto se agravó con cateos, aprehensiones y controversias, la revolución invade Michoacán, Jalisco y Guanajuato.

Mientras tanto, los Estados Unidos seguían de cerca el problema sin intervenir directamente, pero en vista del giro de los acontecimientos y procurando defender sus intereses llevaron a cabo una labor importante por intermedio del embajador Dwight Morrow, quien mantenía relaciones muy cordiales con Calles. Esto fructificó hacia el año de 1928, fecha en que el presidente da a las leyes una interpretación favorable a las compañías petroleras norteamericanas. Al mismo tiempo, las disensiones entre la liga y la Unión Popular provocaron la desaparición de esta última. A este punto, Morrow patrocinó un intento de arreglo entre Calles y el Episcopado, pero las intrigas de los radicales y la política tortuosa del Vaticano estropearon todo.

Obregón fue electo presidente para el siguiente periodo, pero no llegó a asumir la primera magistratura pues murió víctima de un atentado. El crimen provocó controversias en las que Calles y la Iglesia se culpaban de él mutuamente. Portes Gil fungió entonces como presidente interino, pero el cambio de gobierno no hizo ceder a los cristeros.

El Vaticano empezó a reaccionar frente a la intransigencia de los radicales manejados por una liga con intereses fundamentalmente políticos y ante lo insostenible de la situación empezó a darse un acercamiento entre el gobierno de Portes Gil y el arzobispo Ruiz. El desenlace vino con las negociaciones que ambos entablaron y en vista de las cuales el gobierno decretó una amnistía general para los cristeros y la devolución de los bienes de la Iglesia. Los radicales se negaron a aceptar el fin de su lucha, pero el Episcopado disolvió la liga y la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, terminando así una revolución que costó al país tres años de lucha estéril.

Dooley realiza un cuadro bastante completo del problema cristero enfatizando algunas situaciones con gran acierto. Su retrato de Calles se acerca bastante al ideal de la objetividad: un político y estadista audaz con intereses bien definidos, oportunista en el sentido de virar su postura según el momento y la circunstancia, pero opacó sus virtudes con una intransigencia total, rayana en fanatismo, cuando se trató del problema con la Iglesia.

En general, el autor presenta bien sus situaciones, faltándole quizá hacer una exposición más amplia sobre las raíces del conflicto. A riesgo de hacer a veces demasiadas digresiones consigue con bastante éxito interpolar diversos acontecimientos paralelos al hecho que le ocupa. Hace Dooley un buen manejo de fuentes y por cierto nos da una novedosa visión del problema religioso a través de los informes de los cónsules norteamericanos en México.

Respecto a la manera en que desarrolla su tema, nos parece que sus apreciaciones críticas, aun cuando bastantes concisas, son muy certeras. Esto es válido para su opinión sobre la política del Vaticano, los intereses norteamericanos, el carácter y naturaleza de los cristeros y el régimen de Calles.

Dooley hace una exposición brillante respecto a la orientación fascista de algunos sectores eclesiásticos y a las miras políticas de las organizaciones cristeras. Esto es, en nuestra personal apreciación, la participación más valiosa de su obra. La bibliografía utilizada es bastante completa, pero su estilo, sin ser difícil, dista en algo de ser ameno dada la prolijidad de datos en proporción a los juicios emitidos.

Por último, la obra de Dooley nos parece encontrar continuidad en un buen trabajo de Hugh Campbell sobre la derecha radical en México que desarrolla los acontecimientos posteriores al fin de la revolución cristera y expone los giros que tomaron las facciones radicales que participaron en ella.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 7, 1979, p. 245-248.

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